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Cárceles mentales o cabezas reducidas

Cárceles mentales o cabezas reducidas

A un amigo sociólogo le escuché la historia del viejo gorila que tan bien ilustra la formación de los esquemas mentales. Se trataba de un animal ya anciano, lento, desdentado, casi ciego e incapaz de asustar a nadie, que habitaba una jaula de quince metros en un zoológico de pueblo.

Cuando no estaba durmiendo se pasaba las horas haciendo repetidos recorridos por los bordes de cinco metros por tres. Así que un día, los dueños decidieron traer en su reemplazo a un gorila joven, pero como no tenían previsto adónde trasladarían al vejete, no tuvieron otra salida que dejarlo suelto, a un lado de la jaula.

Ni alientos de escapar debe tener el pobre, se dijeron. Y en efecto, no lo intentó siquiera. Por el contrario, cosa curiosa, el animal comenzó a pasearse dando vueltas en un espacio de exactamente cinco metros por tres. Cuando se hallaba reposando y alguien le ofrecía desde lejos un plátano, se acercaba hasta el límite de los tres metros y extendía el brazo con intención de alcanzar el alimento. Físicamente ya no tenía ante sí los hierros que durante toda la vida habían limitado su espacio, pero aquellos barrotes se habían quedado para siempre en su mente.

Los seres humanos evaluamos la realidad, le damos un valor determinado y ese valor nos sirve como parámetro para nuestro comportamiento. Llegamos a establecer unos paradigmas, unos esquemas de pensamiento de los cuales para muchos, es difícil apartarse. Su razonamiento es el siguiente: Las cosas están bien de esta manera y por lo tanto, las cosas son así o deben ser así. El debe ser se convierte en una norma que viene respaldada por la costumbre. Durante años se ha pensado que, por ejemplo, el trabajo es un castigo, los homosexuales son depravados, las mujeres son débiles y todos los hombres, por naturaleza, son infieles. Y como así tiene que seguir siendo, la gente se queja de su trabajo, cansa y se enferma por trabajar, los señores prefieren estallar en un infarto del miocardio a liberarse de sus emociones fuertes, mientras las señoras hacen histéricas demostraciones de feminidad, a los homosexuales se les discrimina cruelmente en todo el mundo y los esposos hacen valer su hombría.

En el siglo pasado y aun en el presente, algunas tribus indígenas como los auca, grupo de los araucanos, apresaban a los jefes de grupos enemigos y los decapitaban. Con pericia de cirujano desprendían la piel de la cabeza, la recubrían por dentro con arena caliente y algunas hierbas especiales. Luego la ponían a cocinar durante tres días, al cabo de los cuales la sacaban al sol para secarla. Dándole nuevamente la forma natural, pero ostensiblemente reducida, la encajaban en un palo a modo de estandarte. Estos trofeos eran esgrimidos en cada pelea, con el fin de que su vista sirviera de escarmiento a los enemigos. A los indios que ejecutan estas prácticas en toda América se les conoce como los reducidores de cabezas.

En otra dimensión, la cultura, a fuerza de paradigmas, también reduce muchas cabezas. Las relaciones matrimoniales sufren las consecuencias de los paradigmas que maneja cada uno de los miembros de la pareja. Hombre y mujer tienen en mente imágenes talladas de lo que debería ser el comportamiento del compañero. Cuando ese comportamiento se sale de su esquema, entra en conflicto. No es capaz de adaptarse a lo distinto ni a lo nuevo. Los cambios no caben dentro del marco de su cárcel mental. Mientras las dos personas no realicen un cuestionamiento firme de los viejos modelos aprendidos y sean reemplazados por actitudes características de una mente amplia, habrá que resignarse a sobrevivir entre las aguas retenidas y cenagosas de su matrimonio. No hay que olvidar que nadie puede obligar a otro a ser mejor. Por lo tanto, cada uno debe empeñarse en el desarrollo de una mentalidad abierta, ejercitando la flexibilidad y la tolerancia, independientemente de la respuesta del cónyuge y de la disposición que muestre para cambiar sus actitudes rígidas.

Tomado de UN AMOR QUE SIRVA O UN ADIÓS QUE LIBERE, María Cecilia Betancur, págs. 210 y 211 Colaboración de Liceo Rafael J. Mejía de Colombia.


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